Segunda quincena de julio de 2008
Por María José Ralli y Marina Garber
Parecen invisibles. Están, pero nadie los ve. Son como fantasmas, pero en realidad reflejan una sociedad que mira para otro lado, que menosprecia, que margina y vulnera derechos.
Las personas con discapacidades o enfermedades mentales son cada vez más, en la Argentina y en el mundo, y la cifra se incrementa velozmente en países en desarrollo, donde las economías que no prosperan expulsan a quienes no se adaptan al sistema. Si la inestabilidad económica y política afecta a todos los ciudadanos, “los grupos más vulnerables, tales como las personas con discapacidades mentales, son particularmente susceptibles al abandono y al abuso”, señala un informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Según este trabajo, a partir de la crisis de 2001 se incrementaron los síntomas psíquicos y la prevalencia de determinadas enfermedades asociadas con la pobreza y la desocupación. Así, hubo un aumento notable del número de personas que requieren atención en el sistema público de salud mental, lo que “ocasionó mayor presión en un sistema ya de por sí inadecuado”. Además, se calcula que entre el 60 y el 90% de las personas internadas en las instituciones psiquiátricas son “pacientes sociales que permanecen allí porque no tienen a dónde ir”.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en más del 50% de los países en desarrollo la comunidad en su conjunto y la atención primaria de la salud no están preparadas para prestarles la atención necesaria a las personas que padecen algún tipo de enfermedad mental. Los derechos humanos de parte de los 25.000 pacientes recluidos en establecimientos psiquiátricos argentinos son violados de distintas formas. El CELS documenta, en su trabajo Vidas Arrasadas, numerosos hechos de abuso y negligencia, situaciones de privación sensorial (la restricción de estímulos de uno o más de los sentidos) mediante el aislamiento por un largo período, actos de violencia física y sexual y denuncia, incluso, casos de personas que han muerto abandonadas o incineradas en celdas de aislamiento. El extenso y pormenorizado informe fue realizado en conjunto con la organización internacional Mental Disability Rights International (MDRI) entre los años 2004 y 2007 y estuvo a cargo de un equipo de investigadores que visitó numerosas instituciones en varias provincias argentinas y realizó entrevistas con directores, jefes de servicio, psicólogos y psiquiatras, enfermos, trabajadores sociales, personas institucionalizadas y familiares, además de funcionarios gubernamentales.
Entre otras graves violaciones a los derechos humanos, las condiciones insalubres de alojamiento (baños inutilizables, caños y vidrios rotos, cables sueltos, techos a medio derrumbarse) son una constante en las descripciones de las visitas realizadas a varios hospitales, como el Moyano y la Colonia Montes de Oca. La prensa nacional ha recogido, en los últimos años, diversas denuncias sobre la situación que viven los enfermos psiquiátricos: desde la supuesta existencia de una red de prostitución que habría funcionado a partir de la explotación de algunas pacientes del Moyano –denuncia que culminó, en diciembre de 2005, con la intervención del hospital–, hasta las muertes de tres pacientes encerrados en celdas de aislamiento en el Hospital Diego Alcorta, de Santiago del Estero, o las que fueron halladas en los alrededores del Hospital Interzonal Psiquiátrico Colonia Dr. Domingo Montes de Oca, en la provincia de Buenos Aires, durante los primeros meses de 2005.
El informe recoge estos hechos y denuncia además que en la mayoría de las instituciones hay importantes déficits en materia de rehabilitación. En cambio, se observa una pronunciada inactividad, “marcada por un importante número de personas que se encuentran acostadas sobre sus camas o en el piso, completamente inactivas”. Además de los tratamientos inadecuados, utilizados en algunos casos “para castigar o sedar a los internos, y no con propósitos terapéuticos”, y la sobrepoblación, una situación común a la mayoría de las instituciones.
Está claro que la infraestructura es escasa, es sabido también que los problemas edilicios son una constante y que la política de salud mental está lejos de ser una política de inclusión, que tienda a la reinserción en la sociedad de los pacientes recuperados. Muy por el contrario, son muchos los que aún gozando del alta médica, permanecen en estos lugares sin otra opción, carentes de casa y trabajo y sin ninguna proyección a futuro. Pero el problema es aún más profundo: lo que está siendo cuestionado en el país y en el mundo desde hace ya varias décadas, no es el modo en el que son tratadas las personas internadas en instituciones psiquiátricas, sino la propia situación de internación.
“El modelo del viejo hospital psiquiátrico manicomial ya no se puede sostener”, dice al respecto el psiquiatra Juan Carlos Stagnaro, director del Departamento de Salud Mental de la Facultad de Medicina de la UBA. “No existen razones médicas, técnicas ni económicas que lo justifiquen. La psiquiatría contemporánea en todas sus manifestaciones recomienda terminar con esa forma de hospitalización por el carácter deletéreo que tiene sobre los enfermos mentales y, por el contrario, aconseja el tratamiento en forma ambulatoria, en instituciones de tiempo parcial y en la comunidad, para evitar el desarraigo, el hospitalismo y la anomia consecuentes a las prolongadas internaciones en los hospitales psiquiátricos tradicionales”, agrega Stagnaro en un artículo publicado en la revista Actualidad Psicológica. A los motivos médicos –los efectos perjudiciales del supuesto tratamiento sobre la enfermedad– hay que agregarles razones jurídicas, como la falta de cumplimiento de los estándares internacionales que protegen a las personas de la detención arbitraria: “En la Argentina –señala el CELS– las personas pueden ser encerradas de por vida sin recibir nunca una audiencia judicial. Las leyes nacionales no regulan el derecho a una revisión independiente o imparcial de la internación psiquiátrica”.
Los unos y los otros
El derecho de las personas con discapacidades mentales a vivir y a trabajar, en la medida de lo posible, integrados a sus comunidades, fue establecido en 1991 por las Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, el tema de su integración estaba siendo discutido en la comunidad internacional desde al menos dos décadas antes. Fue precisamente en 1971 cuando la Declaración de los Derechos del Retrasado Mental –una expresión que hoy es considerada estigmatizante, pero que era común en aquella década–, proclamó que “de ser posible, el retrasado mental debe residir con su familia o en un hogar que reemplace al propio, y participar en las distintas formas de la vida de la comunidad”. Desde entonces, una serie de conferencias internacionales fueron profundizando estos principios, mientras se iban modificando también las formas de nombrar a las personas con enfermedades mentales.
Un hito fundamental de este proceso fue la llamada Declaración de Caracas, firmada en 1990 por organizaciones de salud mental, profesionales y juristas en la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina convocada por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en Venezuela. Allí, entre otras cosas, se señala que “la atención psiquiátrica convencional no permite alcanzar los objetivos compatibles con una atención comunitaria, descentralizada, participativa, integral, continua y preventiva” y que el hospital psiquiátrico, como única modalidad asistencial, obstaculiza el logro de estos objetivos “al aislar al enfermo de su medio, generando de esa manera mayor discapacidad social” y al “crear condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles del enfermo”. La declaración de Caracas fue ratificada en 2001 en Ginebra y en 2005 en Brasilia.
Desde entonces, la OMS y la Organización Panamericana de la Salud –OPS– sostienen una política muy clara al respecto: desalentar la creación de hospitales y lugares de internación y promover la inclusión de servicios de salud mental en hospitales generales, logrando de esta manera la descentralización mediante casas de convivencia –o casas de medio camino–, que a largo plazo terminarían por reemplazar a los hospitales neuropsiquiátricos.
Nuestro país se encuentra muy atrasado en su sistema de salud mental respecto de los estándares recomendados a nivel mundial. Según Stagnaro, “la explicación de ese retraso es compleja; múltiples factores conspiran para que así sea. Pero el centro del asunto es político, se trata de un problema grave de política de salud que afecta en su mayor medida a los más desposeídos, social y económicamente”.
La legislación argentina, relativamente progresista en la materia, establece lineamientos para una reforma del sistema de salud mental. La ley 25.421, sancionada en 2001, determina que las personas tienen el derecho de recibir atención de salud mental dentro de los servicios de atención primarios y prevé que las personas con enfermedades mentales deben ser rehabilitadas y reinsertadas socialmente. Sin embargo, su cumplimiento es prácticamente nulo. La Ciudad de Buenos Aires va más allá y dispone, en la ley 448, sancionada en el año 2000, la necesidad de encarar un proceso de desinstitucionalización progresiva, transformar el modelo asilar actual y promover servicios comunitarios de salud mental. Sin embargo, la atención continúa basándose casi exclusivamente en el modelo tradicional del manicomio. Hay algunas excepciones, como las experiencias que desde hace ya varios años se vienen llevando a cabo en las provincias de San Luis y Río Negro. La primera comenzó en 1993, en el Hospital Escuela de Salud Mental de San Luis –ex Hospital Psiquiátrico– y tras un profundo proceso de transformación, culminó con la sanción de una ley que prohíbe institucionalizar seres humanos en el territorio provincial y, al mismo tiempo, les garantiza el tratamiento necesario. En Río Negro, en tanto, en 1991 fue aprobada la ley 2.440, de Promoción Sanitaria y Social de las Personas que Padecen Sufrimiento Mental, que establece la ilegalidad de los hospitales mentales públicos y define la estructura a seguir para la reinserción social de las personas con enfermedades mentales. Aunque la experiencia fue considerada un avance, en los últimos años la ley ha recibido cuestionamientos de diversos sectores, entre otros, de la Defensora del Pueblo de la provincia, Ana Piccinini, quien consideró que había que derogarla porque, aunque se trata de una ley progresista, terminó sirviendo “para que el Estado deje de hacerse cargo de la atención de los enfermos mentales”.
Buenas razones
Jorge Luis Pellegrini, responsable de la reforma realizada en San Luis y actual vicegobernador de la provincia, dice que no basta con plantear discursos progresistas contra los manicomios. “Se habla de desmanicomialización’ dando por supuesto que ello es estar contra los manicomios, pero no se explica claramente qué tipo de asistencia se va a proporcionar, qué destino tendrán los presupuestos, recursos, personal e infraestructura actuales. No se dice qué se propone construir en lugar de lo existente”. Pellegrini recuerda lo ocurrido en Gran Bretaña durante el gobierno de Margaret Thatcher para explicar que no siempre eliminar las instituciones psiquiátricas significa un avance en materia de salud mental. “El cierre de los manicomios allí operado –dice en la revista Actualidad Psicológica– no resultó de una preocupación por los sufrimientos del pueblo británico, sino del achicamiento de ‘gastos’ que el llamado neoliberalismo impuso en todo el mundo, y no significó en absoluto una mejoría en la asistencia a los sufrientes”.
La reforma del sistema de salud mental no es una tarea sencilla para ningún gobierno. Pero además, no alcanza con la implementación de una buena política en la materia, porque también es necesaria la participación de la sociedad, un factor crucial a la hora de encarar este tipo de procesos. En esta materia, la estigmatización conduce a la desigualdad, y la calidad de vida de las personas afectadas y su núcleo familiar está directamente relacionado con la inclusión y la no discriminación.
Mas que una realidad física, el manicomio, señala el psiquiatra Felipe Díaz Usandivaras, es “una ideología”, una forma de pensar y entender la enfermedad mental entre cuyas consecuencias se encuentran la segregación, el aislamiento, las ideas de incurabilidad y peligrosidad de las enfermedades y discapacidades mentales. Y esas ideas y esas formas de entender la enfermedad mental están en la comunidad, en las familias, en los propios pacientes. Aunque los enfermos mentales ya no son quemados en la hoguera, pesa sobre ellos un fuerte estigma social.
Según el CELS, al encerrar a miles de individuos en grandes instituciones, el país está causando “un daño incalculable” a personas que, “con lo servicios y apoyos apropiados, podrían llevar adelante vidas productivas y sanas”. Sin embargo, finaliza el informe, a pesar del tamaño y la complejidad de los problemas y desafíos, “la Argentina es un país en el que existen las condiciones necesarias para llevar a cabo una reforma de los servicios de salud mental que sea respetuosa de los derechos humanos”. Entre otros aspectos positivos, se señala a los grupos de usuarios o ex pacientes comprometidos y activos en el país, tales como el Frente de Artistas del Borda, la radio La Colifata y el Pan del Borda, grupos que “ofrecen esperanzas y una voz legítima que pide el cambio de los servicios de salud mental”. Los recursos para encarar una reforma están: el país tiene excelentes profesionales y el tema se viene debatiendo desde hace años. Sólo falta la decisión política de transformar un modo de abordar el problema del sufrimiento mental que, a pesar de las buenas intenciones, termina generando nuevos sufrimientos y nuevos problemas, para los pacientes y para toda la sociedad.
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