25 de septiembre de 2008
Michael Marmot advierte que no alcanza la ayuda internacional a los países más pobres sin un cambio de perspectiva en el problema.
En un barrio pobre de Glasgow, la expectativa de vida es inferior a la de la India. O bien: en Washington DC, un vecino de raza negra puede esperar vivir 17 años menos que un blanco. Pero también: el riesgo de mortalidad materna en Afganistán es diez mil veces superior al de Suecia, y la expectativa de vida en Zambia es la mitad que en Japón. Este mosaico de ejemplos ilustra la tesis de Michael Marmot, titular de la Comisión de Determinantes Sociales de la Salud –entidad de la OMS–: las desigualdades, en el orden sanitario, no podrían ser resueltas mediante una “ayuda” a los más pobres, sino que requieren reformulaciones socio-económicas en las naciones y en el planeta. La noción clásica de ayuda también es puesta en cuestión por el lugar que Marmot otorga al empowerment, entendido como participación activa de las comunidades y las personas en la gestión de su bienestar.
Marmot pasó por la Argentina para presentar el informe “Los determinantes de la salud y las desigualdades sociales”, elaborado por la entidad que preside desde que fue creada por la OMS hace tres años. El caso de Glasgow interesa porque “en los barrios pobres de esa ciudad del Reino Unido hay agua corriente, hay recolección de residuos, pero la gente muere del corazón, de cáncer, muere por la violencia y el alcoholismo”. La expectativa de vida para quien nace en esos barrios “es de 54 años, bastante inferior a los 62 años que puede esperar vivir una persona nacida en la India; en todo el Reino Unido, la expectativa de vida es de 72 años”.
El ejemplo ilustra que “los determinantes sociales de la salud no deben reducirse a la diferencia entre países ricos y pobres”, y no porque ésta no exista: “En Zambia, la expectativa de vida es la mitad que en Japón: 43 años contra 86”. Más impresionante aún, “en Afganistán, una de cada ocho mujeres perece por muerte materna; en Suecia, sólo una de cada 17.400”. Pero la distancia geográfica es mucho menor entre “los negros que viven en los suburbios de Washington y los blancos de esa ciudad: la diferencia entre sus expectativas de vida llega a 17 años”.
El planteo de Marmot es “pensar en el conjunto de los países y en el conjunto de cada sociedad. Tradicionalmente, en cambio, las políticas públicas se ocupan sólo de los más pobres”. En el planteo de Marmot hay una polémica implícita con las políticas que desarrolló el Banco Mundial, para las cuales “había que asistir a los más pobres, y que de los otros se cuide el mercado, bajo la prioridad de disminuir el gasto público”. Por eso Marmot otorga un lugar esencial a la política impositiva: “En Suecia, Noruega y Finlandia, el sistema impositivo mantiene los niveles de pobreza un 70 por ciento más bajos; en Gran Bretaña, ese efecto no supera el 50 por ciento, y, en Estados Unidos, no va más allá del 24 por ciento”.
Marmot no niega la ayuda internacional: al contrario, denuncia que “los países ricos comprometieron un 0,7 por ciento de su ingreso para ayuda a países en desarrollo; Suecia, Noruega y otros países cumplieron, pero no así Estados Unidos”. Claro que la ayuda debiera respetar la autonomía de las comunidades. Así, “mil millones de personas en el mundo viven en asentamientos precarios: una manera de resolver esto, de cuyo éxito ya hay testimonios, es un sistema de financiación donde el 45 por ciento proviene de donaciones internacionales, el 45 por ciento de los Estados locales y el 10 por ciento de los propios beneficiarios, mediante microcréditos. Así, cien mil millones de dólares resolverían totalmente el problema; es poco si se lo compara con los 600 mil millones que los países en desarrollo transfieren, por distintos mecanismos, a los desarrollados”.
Para la Comisión, “aun en los países más pobres puede y debe haber un sistema de financiamiento universal, para que la atención sanitaria llegue a todos. Sin embargo, cuanto más pobre es el país, más tienen que pagar sus habitantes por el acceso a la salud”. Y Marmot insiste en la necesidad de que las comunidades asuman un papel activo. El mismo condujo un estudio longitudinal de la población británica que se prolongó durante 30 años y encontró que “el estrés laboral no se registra en los altos niveles de las organizaciones laborales, donde se toman las decisiones, sino entre los que están más abajo, sujetos a lo que decidan otros”. Un estudio efectuado entre trabajadores manuales de España –citado por la Comisión que Marmot preside– establece que, entre los que trabajan “en negro”, sin contrato, “la prevalencia de problemas de salud mental llega al 27 por ciento entre los varones, y al 33 por ciento entre las mujeres; para los que tienen contrato sin tiempo de duración determinado, los problemas de salud mental son del 18 por ciento, entre los varones, y del 28 por ciento entre las mujeres; entre los que tienen empleo fijo, estos problemas no llegan al seis por ciento entre los hombres, y no superan el 13 por ciento entre las mujeres”.
En todo caso, sostiene Marmot, “el nivel de autonomía del sujeto es inversamente proporcional a su capacidad de enfermarse, y por eso el empowerment de las comunidades tiene efectos positivos sobre la salud”.
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